Agricultura familiar
sustentable en tiempos
de Covid-19

Wara Vargas

A los pies del illimani, el nevado más alto del departamento de La Paz, Bolivia, se encuentra Challasirca en el municipio de Palca. Se trata de una pequeña comunidad dedicada a la actividad agrícola y es una de las encargadas en proveer alimentos a la sede de Gobierno.

En Bolivia, los territorios de cultivo son propiedad de las comunidades campesinas, desde la Reforma Agraria de 1953, cuando se declaró que la tierra es de quien la trabaja. Este cambio en la historia boliviana permitió que las familias produjeran en sus propias tierras y es una labor que se trasmitió por varias generaciones.

Según los datos de Integración de Organizaciones Campesinas e Indígenas Originarias, el 90 por ciento de la población agrícola de Bolivia está a cargo de familias de origen campesino o indígena. Ellas se centran en una agricultura sustentable, caracterizada por la relación del trabajo familiar y con una producción en armonía con la Madre Tierra, que garantiza la soberanía alimentaria de Bolivia.

Rosa Blanco, es una mujer agricultora aymara que es parte de estas familias productoras. Ella creció en esta zona, formó su familia y heredó varios terrenos en las que produce – junto con su esposo Julio y sus pequeños hijos – durazno, papa, lechuga, choclo y variedad de alimentos.

Las familias de las comunidades siembran y cultivan por temporadas. La naturaleza les provee los climas exactos para los diferentes cultivos. Por eso, las productoras manejan bien los calendarios agrícolas y saben los tiempos oportunos para cultivar y sacar sus productos a la ciudad.

La crisis sanitaria por la pandemia del virus del Covid-19 alteró sus calendarios y la cantidad de camiones que transportaban los productos hasta la ciudad de La Paz disminuyó por la cuarentena rígida impuesta en el país. Antes del confinamiento, salían 20 camiones al día de esta zona agrícola, los viernes y sábado. La cantidad se redujo a seis, debido que sólo esos tenían autorización de circulación en la ciudad, y su circulación se redujo a una vez a la semana.

Toda la familia de Rosa ayuda el día que se deben trasladar los productos a la ciudad. Josue, su hijo, aprendió a su corta edad a sembrar y a cultivar. Los maestros de las escuelas rurales debieron confinarse en sus casas en el área citadina y por eso, a finales de marzo, se suspendieron las actividades escolares. Por lo tanto, Josue se dedica plenamente a la producción y distribución de alimentos.

Rosa tiene una vida sencilla a pesar de tener muchos terrenos de cultivo. La vida del campo es muy sacrificada y en estos tiempos de restricciones sacar los productos se volvió una lucha de cada día.

“Todo lo que se siembra tiene su tiempo, y no podemos modificar. Si no cultivamos a tiempo se pierde lo sembrado. Si hoy cultivamos, igual hoy mismo tenemos que salir a vender a la ciudad. La fruta no dura mucho”, comenta Rosa.

La cuarentena llegó en la época de durazno y Rosa tiene muchos árboles que esperan ser cosechados. Antes podían sacar este producto por días. Pero las familias de productoras cambiaron su rutina por las medidas del Gobierno nacional, perjudicando sus tiempos de cosecha.

Entonces, optaron por reunir todas sus frutas y verduras para trasladarlas a la ciudad en un solo viaje de camión.

El viaje desde la comunidad de Challasirca hasta la ciudad de La Paz es de cuatro horas, pero termina siendo una travesía de ocho, porque el camión debe parar en varias comunidades para recoger a las productoras que también tienen que transportar su producción. Para estas mujeres esperar al motorizado es su esperanza para llegar a los mercados paceños; la espera puede ser larga y confían en que el vehículo tenga espacio suficiente para todas.

Las mujeres de las familias son las que llevan los productos a la ciudad. Los hombres se quedan a sembrar y cuidar de los hijos menores.

Los camiones van totalmente llenos y los accidentes por vuelcos son muy comunes en Bolivia.

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Rosa es una mujer afortunada de su comunidad. Su esposo Nestor tiene un camión y puede sacar sus propios productos y ganar más dinero transportándo productos de las otras productoras.

La vida de Rosa en la ciudad se resume a este espacio, aquí vende y guarda sus productos. Muchas de sus compañeras del campo duermen envueltas junto a sus productos en la calle. Rosa consiguió alquilar un cuarto pequeño: un depósito donde ella se acomoda sobre los productos. Antes de la pandemia esto no era necesario, porque llegaban en la madrugada y se iban al finalizar la tarde de un mismo día.

Durante las cuarentenas rígidas, las ventas se redujeron a cinco horas diarias sólo de lunes a viernes. Por dos meses, los puestos se mantuvieron cerrados durante las tardes. Grande fue la pérdida de los productos al permanecer empacados durante el día y por mucho tiempo.

Las nuevas amas de casa llegan a los mercados populares.

“Duermo con pastillas ya no puedo con esta crisis, tengo que salir así (vestida) a comprar, porque me da miedo. Tantas cosas”

comenta Viviana Vargas
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