Cocinar para
imaginar
nuevos
mundos

Los tiempo de cuarentena han generado una nueva relación entre las personas y uno de los conocimientos más antiguos de la humanidad: el acto de cocinar nuestra propia comida.

Comer es un acto de conexión con la naturaleza y la humanidad. Reconectarse con lo que comemos es un reconectarse con la vida en la tierra misma.

Durante la cuarentena, aquellos que tuvieron el privilegio de tener comida en el plato vieron transformadas sus rutinas alimenticias. Cocinar, ya sea por afinidad o por necesidad, fue una de las actividades que la pandemia de Covid-19 nos impuso a la mayoría de nosotros.

Con el aislamiento social, muchas personas que no estaban tan familiarizadas con la cocina comenzaron a utilizar blogs y canales especializados en gastronomía, especialmente aquellos enfocados en recetas cotidianas, con ingredientes y técnicas accesibles. Según Google Trends, hubo también una explosión en las búsquedas de “cómo hacer” ciertos alimentos.

Al mismo tiempo que imágenes de pan se multiplicaban en las redes sociales, en varios mercados de São Paulo ya no se encontraba más harina de trigo.

En ningún momento de este año se buscó tanto la palabra “cocinar” en Internet como en la semana del 22 de marzo, que marcó el inicio de la cuarentena en Brasil

Con más tiempo disponible y menos dinero para hacer compras, comencé a hacer todas las comidas en casa. En los primeros meses de la cuarentena sentí un particular deseo por alimentos de la infancia: galletas de mantequilla, sopas y panes que comía cuando ninã, en un intento quizás de buscar algún tipo de consuelo en medio de tantas incertidumbres.

Para reproducir esas recetas hablé con mi madre, tías y abuelas, quienes a través de skype y whatsapp daban consejos desde sus cocinas y contaban historias de los platos. También con amigos intercambié fotos y recetas, en una especie de red virtual de apoyo para nuevas experiencias gastronómicas, a menudo desastrosas. Además, en los primeros meses, seguimos compartiendo cenas y almuerzos a través de Zoom.

La cocina se convirtió en un laboratorio de experimentos donde pude conectarme con el momento presente y algunos recuerdos. Texturas, humos, sonidos y olores se superponían. Las raíces traían el aroma fresco de la tierra, mientras que el pescado me recordaba los perfumes del mar. En la encimera de la cocina, con mucho más tiempo libre, probaba nuevas alquimias. Fermentación, caramelización, descomposición, todo sucedia a su propio ritmo en la habitación más viva de la casa.

En los intervalos entre una comida y otra, a veces me conectaba con el mundo exterior pensando en los caminos que tomaba la comida hasta llegar a nuestra mesa, y cómo a lo largo de los años, esta cadena que antes comenzaba en el huerto de la casa y terminaba en la mesa de la cocina, se hacía más y más larga. A medida que los procesos de producción de alimentos se volvieron más complejos, también nos fuimos distanciando de los orígenes de lo que comemos y de los impactos que esto trae al planeta.

Cocinando cada día, es mucho más evidente, por ejemplo, la cantidad de comida que desperdiciamos. En 2018, se desperdició casi un tercio de toda la producción mundial de alimentos. Según la Organización Mundial de las Naciones Unidas, si utilizáramos solo la mitad de la comida que se tira anualmente, tendríamos suficientes alimentos para acabar con el hambre del planeta.

Para evitar pérdidas, comencé a improvisar comidas con ingredientes que ya tenía en casa, probar nuevas combinaciones, hacer listas para evitar compras innecesarias, replantar semillas y raíces de frutas y verduras, reutilizar cáscaras como fertilizantes y adoptar nuevos hábitos de consumo. En la escasez de recursos, todo lo que está vivo acaba potencializándose.

En los retiros de un templo budista al que asistí durante unos años, siempre antes de las comidas agradecíamos a la naturaleza, que en su generosidad, nos proporcionaba nuestra comida. Así como también agradecimos a quienes plantaron, transportaron y prepararon nuestra comida. Al apreciar con atención lo que comemos, un simple plato de verduras puede convertirse en una comida deliciosa porque contiene la vida en si misma. El acto de cocinar con respeto puede ser una meditación, una reverencia por todas las formas de vida, una forma de conectarse con el universo.

Con el volumen del mundo exterior más bajo, era posible escuchar más claramente el ritmo de las cosas y la lógica esencialmente generosa de la tierra. De la semilla de aguacate utilizada para la ensalada, brotó un árbol nuevo. En los días calurosos, la levadura se multiplicaba y en unas pocas horas hacía crecer el pan. En el compost, los hongos en un trabajo silencioso e incesante transformaron las sobras en fertilizante, retroalimentando el ciclo de la tierra.

La lógica de la tierra es fértil y abundante, pero la del sistema que construimos todos los días es escasa y desigual. Sin muchas distracciones en el mundo exterior, nos queda reflexionar colectivamente sobre lo que necesitamos: sobre nuestra salud, los alimentos que comemos y cómo todo esto afecta nuestras vidas.

En medio a tantas incertidumbres, ya comienzan a surgir probables escenarios para el mundo pospandémico. En una encuesta realizada por Leatherhead Food Research en el Reino Unido, cuando preguntados sobre cómo mantenerse al día con los nuevos hábitos incluso después del fin de lockdown, 42% de los encuestados dijeron que continuarían apoyando el comercio local y 36% que les gustarían seguir manteniendo compras mensuales en lugar de ir al supermercado varias veces.

La pandemia ha abierto una herida en el tiempo, a partir de la cual, con suerte, podremos repensar nuevas relaciones. ¿Sería posible reajustar la forma de comer según una lógica más natural para que esta cadena sea menos contaminante, tóxica y menos esclava de relaciones laborales asimétricas e injustas?

Cocinar nuestra propia comida, reapropiandose de procesos que solemos delegar a otros, es quizás un primer paso para empezar a recuperar la autonomía y el control de nuestra propia vida e imaginar otro tipo de sociedad, donde la vida – y no el lucro – esté en el centro. Que las prácticas nacidas en medio de la mayor crisis de nuestra generación puedan perdurar y sembrar nuevas respuestas.

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