URAMBA
POR LA VIDA

Solidaridad colectiva en tiempos de covid-19

Por Ximena Vásquez

En la lengua de ancestros africanos, uramba significa “unión”. Sus herederos en el Pacífico sur de Colombia viven esa tradición como una experiencia de encuentro: cada participante lleva un ingrediente para la preparación de una comida que luego comparten en medio de cantos y versos.

Alrededor está la comunidad, su abundancia y sus carencias. En el centro está el fuego, la cosecha, la pesca, el encuentro.

Durante los primeros meses de la pandemia, una forma moderna de uramba fue convocada por la voz de una cantora y materializada por la unión de muchas manos solidarias. 

El 24 de marzo de 2020, Colombia entró en su primera fase de confinamiento total a causa de la pandemia del Covid-19. 
Ante la total parálisis de la economía, familias provenientes de municipios de la región, como Tumaco, Guapi y Timbiquí, y asentadas en el oriente de Cali, principal centro urbano del Pacífico, vieron más limitado que nunca su acceso a los alimentos básicos. Esta situación, débilmente atendida por el Estado, contrastaba con la paradójica abundancia en su territorio de origen. Mientras en Timbiquí, los cultivos de pancoger y la vida en comunidad permitió el intercambio de alimentos ante la parálisis del transporte y la imposibilidad de su distribución, en el oriente de Cali el hambre acechaba las viviendas de otros timbiquiereños, dedicados a actividades informales, uno de los amplios renglones de la sociedad más golpeada por la pendemia.

El Pacífico colombiano abarca cuatro departamentos –Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño–, una vasta extensión de tierras costeras y ribereñas, considerada una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta. Para algunos es una especie de paraíso idealizado por esa exuberancia selvática y por su herencia cultural.

Como suele ocurrir en los casos de enorme riqueza y débil institucionalidad, la región ha sido caldo de cultivo para el recrudecimiento del conflicto armado, el narcotráfico y la delincuencia. La esperanza de encontrar un panorama más prometedor, en un territorio también Pacífico, ha llevado a grandes grupos de población afrodescendiente a desplazarse masivamente a ciudades como Medellín, Pereira y Cali, llevando con ellos sus prácticas y manifestaciones culturales. 

Ingredientes de la cocina
tradicional del Pacífico sur
colombiano

Después de la populosa Salvador Bahía, Santiago de Cali es la segunda ciudad con mayor población afro de América Latina con alrededor de 633.600, casi el 35% de sus 2.400.000 habitantes. El asentamiento de esta población en el oriente de la Cali da vida a todo un Pacífico de afros y migrantes a un lado de una ciudad que los mira con recelo. 

Al margen de sus orígenes diversos, tienen en común las profundas carencias generadas por el racismo estructural, así como una historia compartida de discriminación y lucha desigual. También los une una herencia africana que expande su territorio a través de sus prácticas culturales y cotidianas, tejiendo un sendero entre lo rural y urbano; un acto de resistencia simbólica a través del lenguaje de la música, la gastronomía, los peinados, y en este caso, la uramba y la cantora. 

La palabra puede sonar engañosa, musical. Una cantora no es solo una mujer que canta. Sí, es eso y mucho más. Es la depositaria y guardiana de una herencia que resiste, es el corazón de una comunidad reunida en torno a la palabra, es la fuerza interior de un pueblo que no se resigna a la marginalidad y el olvido, es la voz que trenza un eslabón entre África y el presente.

Cuando cantan, ocupan el centro metafórico y literal. La visibilidad de la cantora al interior de la comunidad no debe confundirse con protagonismo, se trata de una vocación de servicio que resulta urgente en medio de las necesidades de su pueblo. Del mismo modo que una partera cumple una función concreta al servicio de las mujeres, una cantora responde a necesidades de liderazgo y soluciones sociales, políticas y, en este caso, alimentarias.

Nidia Góngora nació en Santa Bárbara de Timbiquí, un municipio ubicado entre el mar y el río, en el departamento del Cauca. Hija de Oliva Bonilla, es una auténtica heredera de la tradición de las cantoras, ese propósito de vida al servicio de la comunidad.

Su rescate de las manifestaciones ancestrales y los sonidos tradicionales del Pacífico comenzó desde los salones de clase, transmitiendo la tradición a nuevas generaciones y liderando rituales para celebrar la vida y la muerte; más adelante recorrer el mundo con la música tradicional. 

El lugar de liderazgo que ocupa en su comunidad en calidad de cantora y el reconocimiento internacional que le ha dado su carrera musical le permitieron tejer una cadena de voluntades y sumar esfuerzos para ayudar a familias migrantes del Pacífico sin ninguna posibilidad de acceso a alimentos en tiempos de aislamiento social. En sus manos, gracias a su voz, Nidia Góngora ha sido el punto de convergencia de una inmensa uramba virtual. 

El principio es el mismo: alrededor está la comunidad, su abundancia y sus carencias. En el centro está el fuego, la cosecha, la pesca, el encuentro.
La diferencia es que en esta Uramba por la vida, en lugar de una olla el espacio en el que todos comparten es virtual. Los aportes se reúnen a través de un grupo de WhatsApp que ha logrado conectar a una red de amigos en distintas partes del mundo. Este “Milagro Cotidiano”, como lo llama Nidia, logró cubrir las necesidades alimentarias de 70 familias a lo largo de seis semanas. 


El grupo de WhatsApp operaba como inventario en tiempo real. El registro de los aportes reunidos pasaba del formato digital a un cuaderno cuidadosamente llevado como libro contable de la uramba. A veces, los recursos no eran suficientes y Nidia completaba la compra con su propio dinero, a veces sobraba para cubrir los pendientes y unas familias más se veían beneficiadas. Ella misma hacía la compra, tanto en supermercados como en la popular plaza de La Alameda; otras mujeres ayudaban con sus manos, en especial Merci Bente, mano derecha de Nidia en el proceso. 

Los aportes provenientes de todo el mundo eran reunidos a través de transferencias electrónicas semanales que permitían comprar un mercado completo para esta población del Pacífico asentada en el oriente de Cali.

Nidia compraba los víveres, los empaquetaba en proporciones equitativas según la necesidad y los entregaba personalmente, casa por casa, en los días que tenía permitido salir; eran también los días más aciagos del inicio de la cuarentena. Su llegada a las casas se convertía en una fiesta espontánea: cantos, bailes, una verdadera uramba presidida por una voz cantante.

La voz de la cantora se hizo escuchar en el mundo, más allá de la música, como una ampliación urgente de la voz de toda una comunidad.

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